Me senté en mi silla preferencial. La gente guardó silencio al verme
entrar y todos agacharon la cabeza, los sacrificios estaban por empezar.
No era común que
visitara aquellos lugares, pero este sacrificio en especial era más importante
que los demás. La batalla contra los Tlaxcalteca había terminado ya con una
victoria, aunque no aplastante, sí definitiva por el momento del ejercito del
imperio contra los talxcalos. Pero más allá de la victoria, lo más importante
que había dejado aquella batalla fueron los prisioneros. Había caído prisionero
uno de los guerreros águilas más valerosos y fuertes que haya visto yo en toda
mi vida. Tlalhuicole.
En el momento en
el que supe que había caído prisionero lo mande traer a mi palacio para darle
todo el trato que un gran guerrero como él se merece. Pero conforme pasaban los
días el águila que en su tiempo fue un gran militar oscurecía en su semblante y
se convertía en una sombra más en un palacio tan grande. Un día accedí a sus
suplicas de darle un sacrificio digno de él, un sacrificio gladiatorio.
Este tipo de
sacrificios generalmente eran aplicados a grandes militares, consistían en
exhibición de habilidades militares tanto del sacrificado como de algunos
soldados del ejército. El sacrificado era amarrado de un pie a una gran roca en
el centro (temalcátl) para limitar su movimiento; después se le daba un escudo
y un macuahuitl de madera para golpear a sus oponentes. Comúnmente hacían falta
dos o tres soldados para herir fuertemente al prisionero, después era tomado
por sacerdotes para ser llevado a la roca de sacrificio donde se le extraía el
corazón de una manera limpia. Era una de las formas más dignas de morir.
Cuando llegué al
recinto, Tlalhuicole estaba ya amarrado al temalcátl atento a cuando
empezara el sacrificio. Di la señal con la mano y fue imposible que la gente no
gritara de la emoción, no los culpo, estaban a punto de ver una de las leyendas
militares de todo el centro del imperio.
La batalla empezó
con un guerrero que había participado en la misma batalla de huexotzinca.
Cuando el soldado entró Tlalhuicole soltó el escudo para tener más movilidad
del macuahuitl con su mano hábil. El otro soldado empezó a acercarse, cauteloso
a sabiendas de las grandes habilidades de batalla del prisionero. Con un
movimiento rápido se acercó para asestar un golpe en una pierna de Tlalhuicole
pero este supo moverse más rápido, el soldado se desequilibró por el impulso y
Tlalhuicole dio un golpe rápido pero certero en la cabeza del soldado, quien
cayo desplomado al suelo sin dar señales de vida.
Los gritos y
aplausos de la gente se hicieron escuchar por todo el lugar. Recogieron el
cuerpo del soldado quien yacía muerto por el golpe certero del prisionero y
tocó el turno de un soldado de Texcoco que había luchado a mi lado en las
batallas del sur del imperio. La batalla empezó, el soldado jugaba con la
distancia que podía alcanzar el prisionero para calcular su rango de acción. La
gente lo animaba a dar el golpe de suerte que hiriera a Tlalhuicole, pero el
soldado se tomó su tiempo. Trató de dar un golpe fuerte hacía el prisionero,
pero Tlalhuicole volvió a ser más fuerte que su adversario y con un golpe
fuerte al codo se pudo oír en todo el recinto como el hueso del soldado se
partía en dos, y con un grito de dolor se retiró de la batalla humillado.
La gente apoyaba
al prisionero, aun cuando sabían que sin importar el resultado de aquellas
batallas, sería sacrificado al final de la noche.
Subió al campo un
guerrero águila de Tlacópan, militar de alto rango que esperaba acabar con la
suerte del prisionero. Esta batalla tenía un ritmo mucho más rápido, los ataque
de ambos guerreros águila eran rechazados por el otro y la gente estaba atenta
a cualquier cosa que pudiera suceder. Los dos guerreros estaban atentos al
error del otro, que seguramente significaría la victoria. El guerrero de
Tlacópan dio un golpe rápido que obligo a Tlalhuicole a saltar, pero su pierna
atada al temalcátl lo hizo caer al suelo estrepitosamente, quedando a merced
del soldado. La gente empezó a gritar sintiendo cerca el fin de la batalla. Yo
miraba desde mi silla, atento a lo que iba a suceder, algo en mi decía que
Tlalhuicole todavía tenía mucha batalla para dar. El guerrero de Tlacópan, al
ver a su enemigo caído levantó los brazos en señal de victoria, se acercó para
asestar el último golpe, pero rápidamente Tlalhuicole dio un golpe en la
rodilla que hizo que el soldado cayera con un grito, después se levantó rápidamente
y asestó un golpe en la cabeza del soldado, quien cayo inerte al suelo y
soltando su arma.
La emoción de la
gente se hizo sentir, y el apoyo al soldado que sería sacrificado fue tal que
por un momento pensé en dejarlo libre. Tlalhuicole debió de haber adivinado mis
pensamientos, porque con la cabeza gacha, mirando hacía donde yo estaba pero
sin verme directamente a mi, movió la cabeza en señal negativa. ¡¿Cómo se
atrevía a darle órdenes al mismísimo emperador?! Pero tenía razón, un
sacrificio como ese gustaría mucho a Huitzilopochtli.
La batalla siguió
por mucho tiempo, uno tras otro Tlalhuicole logró matar a otros 6 contrincantes,
y herir por lo menos a otros 20. Finalmente un guerrero águila mexica que había
participado en las batallas de Nopala e Icatépec, quien con una patada firme hizo
caer al soldado, y después asestó un golpe rápido en el estomago que lo hizo
gritar de dolor.
Los sacerdotes
corrieron rápido por el prisionero quien agonizaba ya del dolor. Cortaron sus
ataduras y poniéndolo firmemente en la roca de sacrificio extrajeron su corazón
para ofrecerlo a Huitzilopochtli.
La gente bajo la
cabeza, sintiéndose honrada por haber presenciado un sacrificio de esa
magnitud.
Yo me levante y
mande a que incineraran al prisionero y guardaran sus cenizas en un templo, eso
era lo que se merecía Tlalhuicole. No sólo por el espectáculo que ofreció, sino
por la muestra de como debe de luchar un guerrero águila y hacer honor a su
rango.
Vi otros
sacrificios gladiatorios, pero ninguno que se asemejara a la gran batalla de
Tlalhuicole. Tal vez el tiempo supo mejorarla y dramatizarla un poco, pero
puedo decirles, como testigo de lo que vi, que ese soldado tiene toda la razón
de convertirse en leyenda.